«No sé si fue miedo a volar, angustia o ansiedad lo que sentí la primera vez que viajé en avión. Pero tuve el peor vuelo que un principiante podría tener.»
No sé si fue miedo a volar, angustia o ansiedad lo que sentí la primera vez que viajé en avión. Pero tuve el peor vuelo que un principiante podría tener: tormenta de nieve, rayos y turbulencias de sobra. Todo esto en un vuelo de 14 horas desde Buenos Aires, Argentina a Frankfurt, Alemania.
Tenía 17 años e iba rumbo a un intercambio estudiantil por 3 meses. Además de la emoción de conocer Europa y de la ansiedad de ver a la familia alemana que me iba a hospedar, se sumaba el pánico a volar.
Luego de procesar todos los consejos que recibí en la etapa de pre-vuelo, como por ejemplo: “es el medio de transporte más seguro” o “viajar en avión es como estar en el tren” o el típico comentario “lo más complicado es el despegue y el aterrizaje”, sentí que estaba preparada.
Llegó el día. Me encontré caminando por ese extraño pasillo, al que suelen llamar manga, para entrar en el avión. Mi corazón latía a mil, pero estaba muy entusiasmada con la nueva experiencia. Una vez ya localizado mi lugar, me senté y respiré profundo. A continuación, anunciaron que apagáramos los celulares, que ajustemos nuestros cinturones y visualicemos las salidas de emergencia. Empezó a carretear el pájaro gigante. Nunca mastiqué tan rápido un chicle. Me dolía la mandíbula pero quedé fascinada con el despegue.
Todo iba bien hasta que empezaron las turbulencias, seguidas por los pozos de aire y atravezar una tormenta. Tuve realmente mucho miedo. En ese momento pensé que nunca más volvería a subirme a un avión. No aguanté y me levanté del asiento para preguntarle a una azafata si había algo para comer. Me dio un pequeño budín que estaba riquísimo y como buena amante de las cosas dulces, sonreí y me calmé.
Así fue todo el vuelo, una montaña rusa. Me asustaba, me emocionaba, me daba miedo, me tranquilizaba.
De repente ya eran las 5 o 6 de la mañana y un pequeño rayo de luz se filtraba por la ventanita del avión que estaba cerrada. La abrí un poco y no pude creer lo que vi. Estaba amaneciendo sobre el desierto del Sahara. No sabía si llorar de lo hermoso que era o ponerme los anteojos de sol, porque la luz me estaba dejando ciega. Pero lo que hice en ese momento fue agradecer a Dios por regalarme ese momento y haber creado este increíble planeta.
Ver ese paisaje me llenó de paz. Ya no me importó el miedo que había sentido hace 3 horas o la preocupación por cómo me iba a recibir la familia alemana.
Aterrizamos a las 11 de la mañana en el aeropuerto de Frankfurt. Hacía mucho frío pero había sol y se veía la nieve a lo lejos. Todo estaba bien y ya no sentía miedo.
Ya pasaron más de 10 años desde la primera vez que me subí a un avión y, debo decir, que volar ya es parte de mi vida. Aprendí muchísimo sobre aviones. Y hoy en día puedo pasarme horas en un aeropuerto viendo despegues y aterrizajes. Es una pasión que muchos tenemos y pocos entienden. Desde escuchar el ruido de las turbinas hasta observar las nubes que parecen algodones desde arriba.
Los viajeros sabemos que muchas veces hay que volar para llegar a un destino y si hay miedo o nervios, es normal. Sólo hay que aprender a relajarse, confiar en la tripulación y disfrutar del peculiar paisaje desde arriba.
Cecilia
Si tenés miedo a volar y/o te interesa seguir leyendo sobre el tema, te recomendamos el blog Miedo a los Aviones creado por Carola Sixto. Allí encontrarás datos, consejos y testimonios de otras personas sufren de aerofobia.
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